Apuntes sobre la descentralización en el Perú (Parte II)

Parafraseando a Efraín Gonzales de Olarte (2012), por alguna extraña razón las cosas que se hacen en el Perú tienen un sello bien peruano. Casi siempre surgen como respuestas a coyunturas específicas. Nunca obedecen a una estrategia planificada de mediano y largo plazo. Por lo tanto, salen apresuradamente, sin objetivos claros, con mucha improvisación. Y lo más curioso, es «que en muchos casos funcionan, aunque sin controlar el derrotero a seguir». Este es el caso de los dos procesos de descentralización emprendidos en el Perú.

El primer proceso de descentralización fue propuesto en la Constitución de 1979 como una característica fundamental del Estado peruano, lo que reflejaba el consenso (por lo menos para las cámaras) de los diversos sectores políticos democráticos. Sin embargo, pronto se expresarían fuertes resistencias del poder político y económico, generándose una dinámica desarticulada e intermitente, que reflejó la poca disposición de los gobiernos democráticos de los ochenta y de la oposición conservadora para avanzar en esta reforma.

Así, durante el segundo gobierno de Fernando Belaunde Terry (1980-1985), se aprueba el Plan Nacional de Regionalización, donde se propone la creación de doce regiones. Asimismo, dicho Plan propone la creación de la Asamblea Regional (la cual como veremos más adelante desapareció en el segundo proceso de descentralización emprendido el 2002) y el Consejo Regional, que constituían respectivamente el Legislativo y el Ejecutivo del gobierno regional. No obstante, el Plan no contemplaba la definición de estas y ni sus respectivas sedes, elementos básicos para la implementación del proceso.

Fue durante los últimos años del primer gobierno de Alan García (1985-1990), en medio del caos y la zozobra económica y política –y como una forma de establecer una fuente de poder alternativo, con la esperanza de ganar algunas elecciones a nivel de los nuevos gobiernos regionales– que el régimen aprista promulgó la Ley de Bases de la Regionalización (1987) que fijaba el número de regiones y designaba sus capitales, dando pie a partir de 1989, mediante leyes específicas a la creación de once regiones de las doce previstas (no se promulgó la ley de creación de la Región Lima-Callao).  

Las regiones creadas fueron: 1) Región Grau: Piura, Tumbes; 2) Región Nor Oriental del Marañón: Amazonas, Cajamarca, Lambayeque; 3) Región Víctor Raúl Haya de la Torre: San Martín, La Libertad; 4) Región Chavín: Ancash; 5) Región Amazonas: Loreto; 6) Región Ucayali: Ucayali; 7) Región Andrés Avelino Cáceres: Huánuco, Junín, Pasco; 8) Región Los Libertadores-Wari: Ayacucho, Huancavelica, Ica; 9) Región Inca: Apurímac, Cuzco, Madre de Dios; 10) Región Arequipa: Arequipa; 11) Región José Carlos Mariátegui: Moquegua, Puno, Tacna.

Es así como a finales de 1989 se realizaron elecciones en cinco de estas regiones, específicamente en Grau, Amazonas, Arequipa, José Carlos Mariátegui y Ucayali. Sin embargo, debido a lo apresurado e improvisado de su creación, a pesar de que se les transfiere una amplia gama de responsabilidades, los gobiernos regionales carecieron de recursos fiscales propios, así que tuvieron que depender de la bondad del gobierno nacional.

Esta primera reforma, de la cual nunca se ha hecho un balance serio, fue interrumpida abruptamente por el autogolpe de Alberto Fujimori (1992), reemplazando los gobiernos regionales por los Consejos Transitorios de Administración Regional (CTAR), que eran simples mesas de partes y con funcionarios elegidos a dedo, como preludio de un proceso de recentralización autoritaria, mediante el cual se impulsó –con el respaldo de las clases dominantes– la implementación a ultranza del modelo neoliberal.

En un siguiente artículo trataremos sobre el segundo proceso de descentralización retomado desde el 2002, bajo el gobierno de Alejandro Toledo, cuyo objetivo era por lo menos en teoría: «fortalecer los gobiernos subnacionales y compartir las funciones, competencias, decisiones y recursos, para lograr impactos positivos en la ciudadanía y su calidad de vida».

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