La concentración del poder político y económico es un lastre que arrastramos desde la época de la colonia, lo que ha generado un profundo desequilibrio entre Lima y los pueblos del interior del país. No obstante, la exigencia por transformar esta realidad está presente desde los inicios de la república, en la cual se planteó el debate entre centralismo y federalismo. Desde entonces y hasta nuestros días, las clases dominantes no han tenido la capacidad y/o la voluntad de construir un proyecto de desarrollo inclusivo donde todos los peruanos tengan una calidad de vida igual sin importar el lugar donde residan. Por el contrario, han bloqueado y frustrado los diversos intentos descentralistas.
Desde hace más de tres décadas, el tema de la descentralización se puso en la agenda política de muchos países latinoamericanos. Sin embargo, la experiencia peruana es un caso sui géneris por haber emprendido dos procesos de descentralización que carecieron de coherencia y sostenibilidad. Avances, retrocesos y muchas frustraciones han sido el resultado predominante en esta etapa de nuestra historia reciente. En ese sentido, la descentralización en el Perú es otra reforma inconclusa.
El primer proceso de descentralización fue propuesto en la Constitución de 1979 como una característica fundamental del Estado peruano, lo que reflejaba el consenso de los diversos sectores políticos democráticos. Sin embargo, pronto se expresarían fuertes resistencias del poder político y económico, generándose una dinámica desarticulada e intermitente, que reflejó la poca disposición de los gobiernos democráticos de los ochenta y de la oposición conservadora para avanzar en esta reforma. Este primer proceso –del cual nunca se ha hecho un balance serio– fue interrumpido abruptamente por el autogolpe de Alberto Fujimori, como preludio de un proceso de recentralización autoritaria, mediante el cual se impulsó la implementación a ultranza del modelo neoliberal.
La descentralización se reinicia el 2002, en cumplimiento de una promesa electoral durante el gobierno de Alejandro Toledo, estableciéndose la normativa que guía este segundo proceso (Ley de Reforma Constitucional, Ley de Bases de la Descentralización, Ley Orgánica de Gobiernos Regionales, Ley Orgánica de Municipalidades, entre otras). Sin embargo, nunca se tuvo una política de descentralización clara, generándose varias fallas de origen o de partida, tales como: (a) fue una reforma solitaria; (b) se exportaron modelos de otros países; (c) se departamentalizó en vez de regionalizar; (d) se desconcentró en lugar de descentralizar; (e) faltó una instancia de coordinación intergubernamental y (f) faltaron instancias de control y fiscalización eficaces. Estas fallas de origen del segundo proceso de descentralización explicarían los resultados que actualmente observamos.
En ese sentido, el actual Presidente Ollanta Humala Tasso, tras una serie de promesas y declaraciones cuando estuvo en campaña y durante los primeros meses de su gobierno, ahora se estaría sumando al conjunto de actores que plantean la necesidad de recentralizar el Estado, tomando como excusa los recientes escándalos de corrupción surgidos en varios gobiernos regionales, tales como Áncash, Tumbes, Pasco, Loreto y ahora Cajamarca, que supuestamente pondrían en evidencia las falencias de este segundo proceso de descentralización.
A modo de conclusión, sin una estrategia de descentralización clara de mediano y largo plazo, y con políticas equivocadas o incompletas, los resultados actuales eran esperables. En ese sentido, es evidente que hay muchas cosas por corregir y es necesario adoptar reformas urgentes, que orienten el proceso hacia su real finalidad, que no es otra que alcanzar el bienestar de la población en su conjunto mejorando su calidad de vida en toda la dimensión del territorio peruano.